lunes, 25 de octubre de 2010

No ver Nápoles y continuar viviendo




No ver Nápoles y continuar viviendo.

“Las ciudades son libros que se leen con los pies”, me acompaña esta frase de Emilio Frugoni desde que la conocí. La mañana un poco gris y lluviosa que vi Nápoles y la silueta del Vesubio por primera vez, tuve dudas. Bajamos del barco y salimos andando del puerto, la llovizna era fina y nos quedamos junto a un kiosco, al lado de otras personas, al amparo del mal tiempo. A nuestra espalda se oía un enloquecido tráfico y mientras miraba al Vesubio, sentí que quería conocer Pompeya. Alguien me habló y señaló hacia donde estaban puestos mis ojos. ¡El Vesubio!, dije, desconcertado porque veía dos conos en aquella montaña que imaginaba sola. La voz italiana me volvió a hablar, esta vez en español y su mano seguía señalando al volcán mientras decía algo sobre un mítico guerrero. Cuando miré a aquel simpático hombre, vi una cara sufrida con una sonrisa de pocos dientes. Se había acercado a nosotros con un amable interés. No era taxista, pero se ofreció a llevarnos donde quisiéramos. Quise saber a qué distancia estaba Pompeya y cuanto nos cobraría por llevarnos allí. Al momento se puso detrás de mí ayudándome a empujar mi silla hacia donde tenía su vehículo. Me gusta la voluntad de ayudarme, pero nunca acepto que me ayuden en esto, me siento válido.
Después de una hilera de taxis, unos metros más adelante subimos a su furgoneta. Me senté delante, subieron mi silla entre el italiano y Mónica, después ella se sentó detrás. Casi sin pensar ya estábamos en marcha y pronto hubo confianza entre el chofer y nosotros, nos presentamos y Humberto saco la foto de un niño demostrándose un orgulloso abuelo.
Nos alejamos de la ciudad y de los pasos que ha dado en sus calles la hermosura de Sofía Loren. Humberto sabía de mi interés por el Vesubio y después, en un punto de la carretera, paró su furgoneta donde, según él, podía fotografiarlo bien. Complací su amabilidad y disparé una foto casi apoyándome en él, a través de la ventanilla de su lado. Continuamos camino y hablamos de cosas de aquella parte del mundo, de Capri, del Limoncello y del cercano Sorrento lleno del perfume y la riqueza de los limones.
Estando después a las puertas de la ciudad desenterrada bebimos Limoncello, allí lo fabrican y venden, previa degustación. Poco después toda mi ilusión por recorrer las legendarias ruinas se apagó. En los primeros metros los obstáculos fueron insalvables para mí y mi silla de ruedas a pesar de los esfuerzos abnegados de Mónica. Pero me animó y después de una larga vuelta llegamos a otra entrada pudiendo solamente llegar a una de las milenarias calles, Via dell’ Abbondanza. Anduvimos un poco sobre las piedras grises, casi circulares y colocadas como adoquines y pude imaginarme aquel lugar antes de que lo tapara la lava y las cenizas dos mil años atrás. Vi en la cara de Mónica pena por mi frustración, estábamos en Pompeya y no podíamos verla. Mire al suelo, me agache y recogí una pequeña, porosa y liviana piedra volcánica. Me la guardé. Hice unas pocas fotos de la calle y Mónica me fotografió algo triste y desolado sobre aquella calle. Al volver sobre nuestros pasos hicimos otras de una parte de las ruinas y al fondo el volcán. El cartel de un bar y tres mesas en la acera nos invitaron a refrescar las sensaciones con una cerveza. Volvimos al punto donde nos había dejado el napolitano y allí, después de más de tres horas, paciente nos esperaba. Esta vez, en el camino de vuelta al puerto toco hablar de las cosas de la vida y nuestro taxista nos contó de su trabajo en unos astilleros de la ciudad y como un día se quedó sin el. Ahora, de forma anarquista, se ganaba la vida buscando pasajeros que transportar. Así, como sin ley y sin normas, como el tráfico en el que otra vez nos volvíamos a mezclar.
Hay un dicho que dice: Ver Nápoles y morir, pero nosotros solo vimos Nápoles desde la cubierta del barco, después, esa loca calle del puerto y al único napolitano, Humberto, amable y humano, con su lucha diaria y sus escasos dientes. Y allí dejamos la ciudad donde el revolucionario pintor Caravaggio dejó claroscuros y donde Maradona fue casi Dios. Y también quedaron para siempre en Pompeya la casa de Caecilius Lucundus, El Lupanar, Las Termas de Estabia y la casa de El Poeta Trágico.
Y no la pudimos ver, pensando esto, desde el barco, volví a mirar al Vesubio.